jueves, 9 de diciembre de 2010

resumen legolf, DEL MUNDO ANTIGUO A LA CRISTIANDAD MEDIEVAL

Parte I
DEL MUNDO ANTIGUO A LA CRISTIANDAD MEDIEVAL
Capítulo 1
El establecimiento de los bárbaros
(Siglos V-VII)
El Occidente medieval nació de las ruinas del mundo romano. La historia romana, establecida por Rómulo bajo el signo
del aislamiento, no es más que la historia de una grandiosa clausura,
incluso en sus mayores éxitos. - 20 -
22 DEL MUNDO ANTIGUO A LA CRISTIANDAD MEDIEVAL
La gran crisis del siglo III socava el edificio. Los emperadores Trajano y
Adriano son españoles y Antonino, de ascendencia gala; bajo la
dinastía de los Severos, los emperadores son africanos y las
emperatrices sirias. El Occidente medieval
será el heredero de esta lucha: ¿unidad o diversidad?, ¿cristiandad o
naciones?
La fundación de Constantinopla, la nueva Roma, por Constantino
(324-330) materializa la inclinación del mundo romano hacia
Oriente. Este desacuerdo dejará su impronta en el mundo medieval:
en adelante, los esfuerzos de unión entre Occidente y Oriente no
podrán resistir una evolución divergente. Bizancio será la continuación de Roma
y, bajo las apariencias de la prosperidad y del prestigio, continuará
tras sus murallas la agonía romana hasta 1453. Occidente,
empobrecido, en manos de los «bárbaros», deberá rehacer las etapas
de un florecimiento que le abrirá, a finales de la Edad Media, los
caminos del mundo entero.
La última gran guerra victoriosa data de los tiempos de
Trajano, y el oro de los dacios después del 107 es el último gran
alimento de la prosperidad romana
Las estructuras romanas no son para la Iglesia más que un marco
donde tomar forma, una base donde apoyarse, un instrumento para
afianzarse. Sin lugar a dudas, él será el principal agente de la transmisión de la
cultura romana al Occidente medieval. Pero junto a esta religión
cerrada la Edad Media occidental descubrirá también una religión
abierta y el diálogo de esos dos rostros del cristianismo dominará
esta edad intermedia.
Economía cerrada o economía abierta, mundo rural o mundo
urbano, fortaleza única o mansiones diversas: el Occidente medieval
empleará diez siglos en resolver estas alternativas.
Las invasiones germánicas en el siglo V no son una novedad para
el mundo romano. Las invasiones bárbaras son uno de los elementos esenciales de la
crisis del siglo III. Los emperadores galos e ilirios de finales del siglo
III alejaron durante un tiempo el peligro. Hay ciertos aspectos de esas invasiones que tienen una importancia
especial.
Ante todo, son casi siempre una huida hacia adelante. Los
invasores son fugitivos presionados por algo más fuerte o más cruel
que ellos. Sin embargo hay otros textos en un tono bastante diferente. Los pecados de los romanos
—incluidos los cristianos— son quienes han destruido el Imperio
que sus vicios han entregado a los bárbaros. Su moral, su cultura son
distintas. Sin duda alguna hay una superioridad
militar.Lasuperioridad de la caballería bárbara
otorga todo su valor a la superioridad del armamento. Porque prefieren vivir libres bajo la apariencia de esclavos
que vivir esclavos bajo una apariencia de libertad.
Queda en pie no obstante la atracción que ejercía la civilización
romana sobre los bárbaros. Hay que esperar al año 800 y a Carlomagno para que un jefe bárbaro
ose hacerse emperador. Sin duda que éstos fueron ante todo tiempos de confusión.
Esa es la macabra obertura con la que comienza la historia del
Occidente medieval. El mundo
antiguo ya los había conocido y pugnaron por volver con renovada
fuerza cuando los bárbaros los desencadenaron. El acero, la espada larga de las grandes invasiones,
que será también la de los caballeros, extiende en adelante su
sombra asesina sobre Occidente. Antes de que prenda lentamente la
obra constructora, un frenesí de destrucción se apodera durante
largo tiempo de Occidente. Los hombres del Occidente medieval
son sin duda los hijos de aquellos bárbaros parecidos a los alanos
que nos describe Ammien Marcellin: «Ese goce que los espíritus
delicados y apacibles encuentran en un ocio útil, ellos lo sitúan en
los peligros y en la guerra. El episodio más espectacular es el asedio, la toma
y el saqueo de Roma por Alarico y sus visigodos en el 410.
Muchos quedan estupefactos
ante la caída de la ciudad eterna. «Esta ciudad que conquistó el mundo se halla ahora
conquistada.» Los paganos acusaban a los cristianos de ser la causa
del desastre por haber arrojado de Roma a sus dioses tutelares. San
Agustín toma pie de este hecho para definir en La ciudad de Dios
las relaciones entre la sociedad terrestre y la divina. A
su muerte, en el 511, los francos son dueños de la Galia con la
excepción de la Provenza.
El Imperio romano de Occidente, al que había comenzado a gobernar
Octavio Augusto, el primero de los emperadores, en el año 709 de
Roma, acabó con el joven emperador Rómulo».
Más adelante veremos el
alcance de la formación del mundo musulmán para la cristiandad.
Aquí examinaremos sólo el impacto del islam sobre el mapa político
de Occidente.
Los francos ya no son los únicos
ortodoxos de la cristiandad occidental. Él reconoce al pontífice romano el poder temporal sobre una
parte de Italia en torno a Roma. Se habían establecido las bases que, en
medio siglo, iban a permitir a la monarquía carolingia agrupar a la
mayor parte del Occidente cristiano bajo su dominio y después
restaurar en beneficio propio el Imperio de Occidente.
Pero durante los cuatro siglos que separan la muerte de Teodosio
(395) de la coronación de Carlomagno (800) había nacido un mundo
nuevo en Occidente, salido de la lenta fusión del mundo romano y
del mundo bárbaro. La Edad Media occidental había tomado forma.
Incluso a veces se
apeló abiertamente al particularismo jurídico de la alta Edad Media.
Segaron vidas humanas,
destruyeron monumentos y pertrechos económicos. El mundo bárbaro,
incapaz de crear, de producir, «reutiliza». Retroceso técnico que dejará al Occidente medieval durante
mucho tiempo desamparado
Retroceso del gusto, como veremos, y regresión de las costumbres.
«Se cometieron en aquel tiempo multitud de crímenes... El refinamiento de los suplicios inspirará durante largo tiempo la
iconografía medieval. Su éxito se mantendrá a lo largo
de toda la Edad Media
mano. Mediante donaciones arrancadas a los reyes y a los poderosos,
incluso a los más humildes, acumula tierras, rentas, exenciones y, en
un mundo donde la acumulación de riquezas esteriliza cada vez más la
vida económica, inflige a la producción la más lacerante sangría. Sus
obispos, que pertenecen casi todos a la aristocracia de los grandes
propietarios, son omnipotentes en sus ciudades, en sus
circunscripciones episcopales e intentan serlo también en el reino.
Los modelos que propone en
su obra de edificación espiritual son san Benito, es decir, la renuncia
monástica, y Job, es decir, la renuncia integral y la resignación.
Las palabras del pontífice que tanta
influencia iba a ejercer son también una apertura a la Edad Media,
tiempo de desprecio del mundo y de desvinculación de la Tierra.
Los Anales reales carolingios no
dicen una sola palabra de esta derrota; un cronista escribe referente al año
778: «Este año el señor rey Carlos fue a España y sufrió una gran derrota».
Carlomagno inauguró al este una tradición de conquistas donde masacre
y conversión quedaban mezcladas, es decir, la cristianización por la fuerza
que la Edad Media había de practicar durante mucho tiempo. El soberano franco se anexionó
la parte occidental del imperio avaro, entre el Danubio y el Drave.
El Estado carolingio apenas pudo penetrar en el mundo eslavo. La victoria sobre los avaros había hecho
que entraran en el mundo franco eslovenos y croatas.
El papa había coronado emperador en Roma
al rey franco.
El restablecimiento del Imperio en Occidente parece haber sido una idea
del pontífice y no de Carlomagno. En fin, suspiraba con una parte del clero romano por hacer de
Carlomagno un emperador para todo el mundo cristiano, incluso para
Bizancio, para luchar contra la herejía iconoclasta y establecer la
supremacía del pontífice romano sobre toda la Iglesia.
El acuerdo se logró en el 814, algunos meses antes de la muerte de
Carlomagno. Los francos devolvían Venecia, conservaban las tierras al norte
del Adriático y el basileus reconocía a Carlomagno su título imperial.
Los invasores llegan de todas partes. Se les verá en el Imperio bizantino y en Tierra Santa
en tiempo de las cruzadas.
Los francos, a pesar de todo su empeño por hacerse con la herencia política
y administrativa de Roma, no habían logrado adquirir el sentido de
Estado. Después del reparto de Ribemont (880) que
hace inclinar la Lotaringia hacia la Francia oriental, la unidad del Imperio
parece restablecida por un instante bajo Carlos el Gordo, tercer hijo de Luis
el Germánico, emperador y rey de Italia (881), único rey de Germania
(882) y rey de la Francia occidental (884). También queda de manifiesto la fragilidad de formaciones políticas intermedias:
reino de Provenza, reino de Borgoña, Lotaringia, condenadas a
quedar absorbidas, a pesar de ciertos rebrotes medievales, hasta los angevinos
de Provenza y incluso los grandes duques de Borgoña.
Los grandes acaparan sobre todo el poderío
económico, la tierra y, a partir de esta base, los poderes públicos.
El concilio de Tours, al final del reinado de Carlomagno, constata: «Por
diversas razones, los bienes de los pobres, en muchos lugares, han quedado
enormemente reducidos, es decir, los bienes de quienes se conocen como
hombres libres, pero que viven bajo la autoridad de poderosos magnates».
Los nuevos amos son, cada vez más, poderosos eclesiásticos y laicos.
No cabe duda de que el
cálculo carolingio no era completamente erróneo. Pero se ve claramente lo que hay de decisivo en la época carolingia para
el mundo medieval. El
hombre antiguo tenía que ser justo o recto; el hombre medieval tendrá que
ser fiel.
El rey de Germania Otón I es coronado emperador en San Pedro de
Roma por el papa Juan XII el 2 de febrero del 962.
Otón I, sin embargo, al igual que Carlomagno, no ve en su Imperio más
que el Imperio de los francos, circunscrito a los países que le han
reconocido como rey. Las miniaturas que representan los
trabajos de los meses cambian radicalmente, reemplazando los símbolos
de la Antigüedad por escenas concretas donde se manifiesta el dominio
técnico del hombre: «El hombre y la naturaleza son ahora dos cosas,
pero el hombre es el dueño».
¿A quién o a qué habría que atribuir este despertar de Occidente? A
la repercusión, según Maurice Lombard, de la formación del mundo
musulmán, mundo de metrópolis urbanas consumistas que espolean en
el Occidente bárbaro una mayor producción de materias primas para
exportar a Córdoba, a Kairouan, a Foustât-El Cairo, a Damasco, a Bagdad:
madera, hierro (las espadas francas), estaño, miel y esa mercancía
humana, los esclavos,
de la que Verdún es, en la época carolingia, un gran mercado.
Y el tratado de Verdún
también habría podido ser tanto un reparto de trozos de ruta como de
bandas de cultura. La cristiandad medieval entra de lleno en
escena.
Parte II
LA CIVILIZACIÓN MEDIEVAL
Génesis
En la historia de las civilizaciones, lo mismo que en la de los individuos,
la infancia es decisiva, y gran parte, si no todo, se juega en ella. Esto se ve de forma especialmente clara en la alta Edad Media occidental.
¿Debemos llamarlas adversarias?
El debate, el conflicto entre cultura pagana y espíritu cristiano ha llenado
la literatura paleocristiana, después la de la Edad Media y aún más allá, con
gran número de trabajos modernos consagrados a la historia de la civilización
medieval. Ésos son los
renacimientos que dan ritmo a la Edad Media: en la época carolingia, en
el siglo XII y, finalmente, al alba del gran Renacimiento.
Las verdades tenían que ser eternas. Roma ya no estaba en Roma. La
translatio, la transferencia, inauguraba la gran confusión medieval. Pero
esta confusión era la condición de un orden nuevo.
Lo que la
Edad Media conoció de la cultura antigua le fue legado a través del bajo
Imperio, que había mordisqueado, empobrecido y disecado la
literatura, el pensamiento y el arte grecorromanos de tal forma que la
alta Edad Media barbarizada pudo asimilarlos con facilidad.
Los
animales quedan transformados en símbolos, pero la Edad Media sacará
de ellos sus bestiarios, y también em este punto la sensibilidad zoológica
medieval se nutrirá de la ignorancia científica. el bajo Imperio transmitirá a la Edad Media un
bagaje mental e intelectual apenas elemental. Y la sacra
pagina será la base de toda la cultura medieval. Las verdaderas fuentes
del pensamiento cristiano medieval son tratados y poemas de tercero o
cuarto orden, como la Historia contra los paganos, de Orosio, discípulo y
amigo de san Agustín, que transforma la historia en vulgar apologética, la
Psychomachia de Prudencio, que reduce la vida moral a un combate entre
vicios y virtudles, el Tratado de la vida contemplativa, de Juliano Pomerio,
que enseña el desprecio del mundo y de sus actividades.
Cuando san Agustín declara que es preferible «verse
censurado por los gramáticos a no ser comprendido por el pueblo» y que
hay que preferir las cosas, las realidades a las palabras, las res a las verba,
define un utilitarismo, casi un materialismo medieval que había de
desviar a los hombres, no sin acierto, de una especie de logomaquia
antigua. Los hombres de la Edad
Media se muestran poco exigentes sobre el estado de los caminos con tal
que lleven a buen término. El trabajo que había que hacer era inmenso. Precariedad de la
vida material, barbarie de las costumbres, penuria de todo bien económico
o espiritual. Pero está bien claro que el Occidente
carecía de elección. La esclavitud se agotaba, pero era menester poner a
trabajar a toda aquella gente; el instrumental técnico era insignificante,
pero perfectible. La institución monástica, que expresa con
tanta exactitud esa época, vincula la huida del mundo con la organización
de la vida económica y espiritual. El aspecto de la civilización no cambia drásticamente con las grandes
invasiones. Incluso la gran víctima de la nueva época, la
ciudad, sobrevive durante más o menos tiempo y con mayor o menor
fortuna.
Pero los centros urbanos más importantes
son los que sirven de residencia a los nuevos reyes bárbaros y, sobre
todo, los que son sedes de obispados y de peregrinaciones de renombre.
Los de piedra están
hechos, a menudo, con los restos de antiguos monumentos en ruina y sus
dimensiones son reducidas. Si se ha de dar fe a las listas episcopales, muchas
ciudades quedan,
como hemos visto, sin obispo durante períodos más o menos largos.
Pero el gran centro de la civilización de la alta Edad Media es el
monasterio y, cada vez en mayor medida, el monasterio aislado, el
monasterio rural. La preeminencia del monasterio pone de manifiesto la
precariedad de la civilización del Occidente medieval: civilización de
puntos aislados, de oasis de cultura en medio de los «desiertos», de los
bosques y de los campos nuevamente baldíos o de campos apenas rozados
por la cultura monástica. La desorganización de las redes de comunicación
y de intercambio del mundo antiguo ha hecho volver a la mayor
parte del Occidente al mundo primitivo de las civilizaciones rurales
tradicionales, ancladas en la prehistoria, apenas tocadas por el barniz
cristiano. Era menester señalar los límites
de la acción monástica. En los tiempos de la
cristianización urbana, Lerins. Para ilustrar las
rutas de la cristiandad de la alta Edad Media, la epopeya monástica
irlandesa. San Benito reparte armoniosamente el trabajo manual, el
intelectual y la actividad más propiamente espiritual en el empleo del
tiempo monástico. La moderación, la temperantia
antigua, adquiere con san Benito un rostro cristiano. La odisea legendaria de Brandan
obsesionará la imaginación de todo el Occidente medieval.)Columbano
da a éstas y otras fundaciones una regla original que, durante un cierto
tiempo, parece tener tanto peso como la de san Benito.
También aparecerán hombres que, por su saber, serán los faros que
iluminarán durante largo tiempo, del siglo V al VIII, la noche medieval. K.
Rand los llama «fundadores de la Edad Media». Hay cuatro nombres que descuellan sobre los
demás: Boecio (hacia 480-524), Casiodoro (hacia 480-573), Isidoro de
Sevilla (hacia 560-636) y Beda (hacia 673-735).
La Edad Media le debe asimismo el
lugar excepcional que en su cultura concede a la música, mediante el cual
enlaza con el ideal griego del μουσιχός άυηο («el hombre músico»).
Pero Beda, como la mayor parte de los
letrados anglosajones de la alta Edad Media, vuelve la espalda con mayor
resolución a la cultura clásica. Orienta a la Edad Media por un camino
independiente.
El renacimiento carolingio, por lo tanto, ha sido una etapa en la
confección del instrumental intelectual y artístico del Occidente
medieval.
Al contemplarlas se comprende que, después de haber sido
demasiado indulgentes, tampoco hemos de ser demasiado severos con ese
renacimiento.
El país del rey Marc no es una tierra de leyenda imaginada por el
trovador. Es la realidad material y simbólica del Occidente medieval. Mientras que en Oriente el bosque es escaso, en Occidente
abunda, en Oriente los árboles son la civilización, en Occidente la
barbarie. Cualquier progreso
en el Occidente medieval se basa en la roturación, en la lucha y la
victoria contra la maleza, el monte bajo y, si es
menester y el equipo técnico y el ánimo lo permiten, sobre el bosque, la
selva virgen, la gaste forêt de Perceval, la selva oscura de Dante. El Occidente medieval no será
durante mucho tiempo más que un conglomerado, una yuxtaposición de
dominios, de castillos y de ciudades surgidas en medio de extensiones
incultas y desiertas. El bosque, mundo de refugio,
tiene sin duda sus atractivos. Allí se corta la madera, indispensable en
una economía durante mucho tiempo desprovista de piedra, de hierro y
de carbón mineral. Los soberanos son los mayores propietarios de
bosque de su reino y se preocupan celosamente de seguir siéndolo. Forma el inquietante horizonte del mundo
medieval. ¡En cuántas
hagiografías no se encuentra el milagro del lobo amansado por el santo,
como el caso de san Francisco de Asís subyugando a la cruel bestia de
Gubbio! De todos los bosques salen hombres lobo y lobos duende, en los
que la imaginación medieval confunde a la bestia con el hombre medio
salvaje. A veces el bosque oculta monstruos más sanguinarios aún,
legados a la Edad Media por el pa-
ganismo, como la «tarasca» provenzal domada por santa Marta. Sin embargo, aunque la mayoría de los hombres del Occidente
medieval tengan por horizonte, a veces durante toda la vida, las orillas de
un bosque, no hay que imaginarse a la sociedad medieval como un mundo
de sedentarios: la movilidad del hombre medieval fue extraordinaria,
incluso desconcertante.
La
emigración campesina, individual o colectiva, constituye uno de los
grandes fenómenos de
la demografía y de la sociedad medievales. El hombre no es más que un perpetuo peregrino en
esta tierra de exilio, tal como enseña la Iglesia, que apenas tiene
necesidad de repetir las palabras de Cristo: «Déjalo todo y sigúeme». No es que la baja Edad Media ignore la vida
errante, sino que a partir del siglo XIV, los errantes son unos vagabundos,
unos malditos —antes eran seres normales, mientras que después los
normales son los sedentarios—. «¿Hay algún mérito, pregunta el discípulo del Elucidarium, en ir a Jerusalén o en
visitar otros lugares sagrados?» Y el maestro contesta: «Más vale dar a los
pobres el dinero que habrá de costar el viaje». Los errantes son unos desventurados y el turismo
una vanidad.
Pero quedan aún muchas tierras que hay
que cruzar. La ruta medieval es desesperadamente larga y lenta. Pero los
peligros aquí son aún mayores que en tierra. Era la hora de las
vísperas. Pero es menester discernir ahora a través de qué resortes el bosque,
el camino y el mar conmueven la sensibilidad de los hombres de la Edad
Media. En un plano superior, los hombres de la Edad Media entran en
contacto con la realidad física por medio de abstracciones místicas y
pseudocientíficas.
Para ellos la naturaleza son los cuatro elementos que componen
tanto el universo como el hombre, universo en miniatura, microcosmos.
Como explica el Elucidarium, el hombre corporal está formado por los
cuatro elementos, «por eso se le llama microcosmos, es decir, mundo en
pequeño. Los hombres
de la Edad Media tendrán que recorrer un largo camino, como veremos,
para volver a hallar, más allá de la pantalla del simbolismo, la realidad
física del mundo en el que viven.
La realidad es la cristiandad. Ante todo con relación al mundo bizantino.
Los latinos achacan a los griegos el
ser amanerados, cobardes y mentirosos. Les reprochan sobre todo ser
ricos. Por lo tanto, dijeron los
obispos, atacarlos no era pecado sino, por el contrario, un gran acto de
piedad».
Las reacciones son las mismas entre los francos de la segunda
cruzada.
La suprema atraccción era, ante todo, las reliquias. Y se encontró también el vestido de Nuestra
Señora y la cabeza del señor san Juan Bautista y tantas otras preciosas
reliquias que no podría describirlas». - 120 -
Pero estos desahogos poéticos no podían bastar para satisfacer
tanta codicia y tanto rencor acumulados. Mahoma es uno de los peores espantajos de la cristiandad
medieval. En este juego, los venecianos son los maestros. Más aún, en Tierra Santa, lugar principal de la confrontación
armada entre cristianos y musulmanes, se establecen rápidamente
relaciones de coexistencia pacífica. Junto a estos «paganos» especiales que son los musulmanes y
ante los cuales la única actitud oficial cristiana era la guerra santa, otros
paganos, los que todavía adoran ídolos, se presentan de una manera
completamente distinta: como posibles cristianos. En
adelante, el compelle intrare pasa a ser una consigna ante los paganos.
Para los paganos, la entrada en la cristiandad era, por el contrario,
una promoción. De este modo, la «nueva
cristiandad» medieval, al contrario de la cristiandad primitiva formada
durante mucho tiempo por gentes sencillas que terminaron por imponer al
emperador y a una parte de las clases dirigentes su fe, era una cristiandad
convertida desde lo alto y por imposición. Conviene no perder de vista
este cambio del cristianismo en la Edad Media. El mito mongol es
uno de los más curiosos de la cristiandad medieval. Decepción de san Luis, que nos
relata Joinville: «El rey se arrepintió mucho de haber enviado mensajeros
y presentes».
La
cristiandad medieval continuaba siendo europea. Pero se había
aventurado hasta los confines del mundo.
El mundo pagano fue
durante mucho tiempo una gran reserva de esclavos para el comercio
cristiano, ya fuese ejercido por los mercaderes cristianos o por los judíos
en territorio cristiano. Anglosa-
jones, sajones, eslavos —estos últimos dieron su nombre al ganado
humano de la cristiandad medieval— aprovisionaron la trata medieval
antes de quedar integrados en la cristiandad y protegidos, por lo mismo,
contra la esclavitud. La cristiandad medieval,
celosa de su Dios, se halla muy lejos del ecumenismo.
Ese mundo cerrado en la tierra, esa cristiandad amurallada aquí
abajo, se abría ampliamente hacia lo alto, hacia el cielo. Material y
espiritualmente no hay compartimientos estancos entre el mundo terrestre
y el más allá. No hay duda de que existen grados que son como fosos que
se han de franquear, saltos que hay que dar. — ¿Dónde está Dios? —pregunta el discípulo.
Pero el discípulo vuelve a la carga:
—¿Cómo se puede afirmar que Dios está todo entero siempre y
en todas partes a la vez y también que no está en ninguna parte?
—Es que Dios —responde el maestro— es incorporal y, como tal,
no localizado, illocalis.
Algo parecido ocurrió con la devoción
al Espíritu Santo, ya que da la impresión de ser cosa de doctos, al menos
antes de la baja Edad Media en la que proliferan las cofradías y los
hospitales puestos bajo la advocación del Espíritu Santo. A Dios se le representó primeramente mediante
símbolos, que se prolongaron en la iconografía y probablemente en el
psiquismo después de haber triunfado las imágenes humanas de Dios.
Así, la mano que surge del cielo saliendo de una nube suele ser la
del Padre. Pero esta representación abstracta ocultaba la
humanidad, carácter esencial de Cristo. «Porque san Juan Bautista señala con el dedo a Cristo y dice: "He aquí el
Cordero de Dios", algunos representan a Cristo bajo la figura de un
cordero. Pero, puesto que Cristo es un hombre real, el papa Adriano
recuerda que debemos representarlo bajo la forma humana.
Insistiremos más adelante sobre esta humanidad de Cristo,
fundamento de un humanismo liberador. Fue un elemento esencial en la
evolución de Occidente.
No obstante, el antropomorfismo divino se inclinó durante
mucho tiempo hacia Dios Padre. Dios, Padre o Hijo, Padre e Hijo a la vez, junger Mensch und alter
Gott, «hombre joven y viejo Dios», como dice Walter von der
Vogelweide, que se convirtió en Dios de majestad. Dios pasó a ser un señor feudal: Dominus. Ese Dios de majestad es el Dios de las canciones de gesta,
expresión de la sociedad feudal: «Damedieu» (Dominus Deus), el Señor
Dios.
Todo el vocabulario del Cur Deus homo de san Anselmo a finales
del siglo XI es feudal. Cristo ofrece su vida ad honorem Dei, Dios desea el
castigo del pecador ad honorem suum.
A decir verdad, Dios, más que un señor feudal, es un rey —Rex
más bien que Dominus—. Esta visión real y triunfante de Dios no excluye a Cristo. El Cristo
del Juicio que conserva en su costado descubierto, pero como signo de
victoria sobre la muerte, la llaga de la crucifixión, el Cristo crucificado
pero portador de la corona, el Cristo de las monedas reales, todavía en el
siglo XIII con la significativa leyenda del escudo de san Luis de Francia:
Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat, el Cristo vencedor, rey,
emperador. Concepción monárquica de Dios cuyo impacto más allá de un
tipo de devoción —la de sujetos más bien que vasallos— ha sido capital
sobre la sociedad política del Occidente medieval. Con la ayuda de la
Iglesia, los reyes y los emperadores terrestres, imágenes de Dios sobre la
tierra, encontrarán en ella una ayuda poderosa para triunfar precisamente
de una concepción feudal que pretendía paralizarlos. Ese Dios cercano al hombre no podía ser el Padre que, incluso
bajo su forma paternalista de Dios bueno, quedaba muy lejano —todo lo
más, condescendiente—. Era el Hijo. La evolución de la imagen de Cristo
en la devoción medieval no es sencilla. La misma iconografía primitiva de
Cristo era compleja. La aparición de Cristo en la piedad y la sensibilidad medievales ha
seguido otros caminos esenciales. El primero es, sin lugar a dudas, el
camino de la salvación.
Ese Cristo más cercano al hombre puede acercarse aún más
tomando la forma de un niño. Cristo, Hombre que restaura al hombre, se convierte en el nuevo Adán al
lado de la Virgen, nueva Eva.
Pero ante todo Cristo se convierte cada vez más en el Cristo
sufriente, el Cristo de la Pasión. Está claro que la devoción al Cristo sufriente crea nuevos
símbolos, nuevos objetos de piedad. El primer retrato de la
Edad Media fue el de Cristo. Su arquetipo parece ser el Santo Volto de
Lucas
Frente a Dios, un poderoso personaje le disputa el poder en los
cielos y en la tierra: el demonio.
El diablo y Dios es la pareja que domina la vida
de la cristiandad medieval y cuya lucha explica a los ojos de los hombres
de la Edad Media todo el detalle de los acontecimientos.
La gran herejía de la Edad
Media, bajo formas y nombres distintos, es el maniqueísmo. La creencia
fundamental del maniqueísmo es la creencia en dos dioses, uno del bien y
otro del mal, éste creador y señor de esta tierra. El gran error del
maniqueísmo, para la ortodoxia cristiana, consiste en poner en un mismo
plano a Dios y a Satanás, a Dios y al diablo. Esta gran división domina la vida moral, la social y la política. Así pues, los hombres de la Edad Media se ven constantemente
divididos entre Dios y Satanás. En cada instante, cada
hombre de la Edad Media corre el peligro de ver-
lo manifestarse. Pero señalemos sobre todo que esta imagen en la que se
encierra la vida del hombre medieval pone de relieve la pasividad de su
existencia. Los poderes sobrenaturales de los que gozan Dios y Satanás no son
su exclusivo patrimonio. Hay hombres que también los poseen en cierto
modo.
Una capa superior de la humanidad medieval está formada por
individuos dotados de poderes sobrenaturales. Jacobo de Vorágine
recuerda en su Leyenda áurea las palabras de Gregorio Magno: «Los
milagros no hacen al santo, sino que son sólo su señal», y precisa: «Se
pueden hacer milagros sin tener el Espíritu Santo, puesto que los mismos
malvados han podido vanagloriarse de haber hecho milagros».
A san Martín se le tenía por un maestro en este arte. El exorcismo es la función
esencial de los santos. Ése es el caso, que
volveremos a ver, de los reyes obradores de milagros, de los reyes
taumaturgos.
Esos auxiliares infatigables son los ángeles. Entre el cielo
y la tierra hay un ir y venir constante. Cada uno tiene su ángel, y la tierra de la Edad Media está
ocupada por una doble población: los hombres y sus compañeros
celestes, o más bien por una triple población, porque a la pareja del
hombre y del ángel hay que añadir el mundo de los demonios
siempre al acecho.
— ¿Bajo qué forma se aparecen a los hombres?
— Bajo la forma de un hombre; el hombre, por ser corporal, no
puede ver a los espíritus. Así pues, adoptan un cuerpo aéreo que los
hombres pueden ver u oír.

De este modo, los hombres de la Edad Media viven bajo ese
doble espionaje permanente.
Por lo demás, la sociedad celeste de los ángeles no es sino la
imagen de la sociedad terrestre, o más bien, como piensan los hombres de
la Edad Media, ésta no es sino la imagen de aquélla.
Fue Dios
quien estableció órdenes sagrados en el cielo y en la tierra».
Sólo pertenece a Dios, sólo puede ser vivido. Este tiempo divino es continuo y lineal. Es diferente del tiempo de
los filósofos y de los sabios de la antigüedad grecorromana quienes, si
no todos
enseñaban el mismo tiempo, todos se hallaban más o menos tentados por
un tiempo circular, siempre recomenzando, tiempo del Eterno Retorno.
Sus variantes son múltiples. Esta imagen procede, sin duda, de Boecio y goza en la
iconografía medieval de un extraordinario favor. El mito descorazonador y reaccionario de la rueda de la Fortuna
ocupa un puesto privilegiado en el mundo mental del Occidente
medieval. Como ya hemos dicho, toda crónica medieval es «un
relato de la historia universal
Muy pronto se pone de manifiesto que el horizonte de sus
historias queda reducido a los informes que ha podido obtener de la
Borgoña, donde ha pasado la mayor parte de su vida, y de Cluny, donde
ha escrito lo más importante de su obra. Esta referencia global es uno de los aspectos
del totalitarismo medieval.
Así pues, el tiempo, para los clérigos de la Edad Media y para
aquellos a quienes se dirigen, es historia y esta historia tiene un sentido.
De este mismo modo existen seis edades
en el hombre: infancia, adolescencia, juventud, edad madura, vejez y
decrepitud (cuyas edades, según Honorio de Autún, quedan establecidas
en los 7, 14, 21, 50 70 y 100 años respectivamente).
La sexta edad, a la cual ha llegado el mundo, corresponde a la
decrepitud. Mundo limitado, mundo moribundo. Mundus
senescit, el tiempo presente es la vejez del mundo. es un
lamento sobre el presente. En cuanto
a los Padres de la Iglesia, san Gregorio, san Jerónimo, san Agustín y san
Benito, padre del monaquismo, se pueden hallar en la taberna, ante el tribunal
o en la pescadería. Así les ocurre a los hombres. Ahora son como niños o enanos.» El tiempo lineal está dividido en dos por un punto central: la
Encarnación. Antes de Cristo, no hay
ninguna esperanza para los paganos.
Historia sagrada que comienza con un suceso primordial: la
Creación. Historia natural
en la que aparecen el cielo y la tierra, los animales y las plantas; historia
humana sobre todo, con sus protagonistas que serán la base y los símbolos
del humanismo medieval: Adán y Eva. Historia que, sin embargo se divide muy pronto en dos grandes
vertientes: la historia sagrada y la historia profana, cada cual dominada
por un tema principal. Es la encarnación temporal de esta estructura esencial de la
mentalidad medieval: estructura por analogía, por eco. El mundo, en cada época, tiene un solo corazón al unísono y bajo el
impulso del cual vive el resto del universo. Cede ante cualquier pasión, ante cualquier propaganda.
Por
lo que respecta a Francia, hay tres momentos que descuellan: el bautismo
de Clodoveo, el reinado de Carlomagno y las primeras cruzadas —vistas
como una gesta francesa, Gesta Dei per francos—. Pero ni siquiera esta historia cristianizada y occidentalizada
provoca en la cristiandad occidental medieval una alegría optimista. Volveremos a
encontrar esta aversión de la Edad Media por la novedad.
Pero este relanzamiento de la historia, esta nueva partida
había sido posible gracias a la aparición de nuevas actitudes frente al
tiempo, nacidas de la evolución no ya del tiempo abstracto de los clérigos,
sino de los tiempos concretos cuya red encorsetaba a los hombres de la
cristiandad medieval.
Marc Bloch ha hallado una fórmula admirable para resumir la
actitud que el hombre de la Edad Media había adoptado frente al tiempo:
«Una inmensa indiferencia hacia el tiempo».
Todos los hombres vivos son
responsables de la caída de Adán y Eva, todos los judíos contemporáneos
son responsables de la Pasión de Cristo, todos los musulmanes son
responsables de la herejía de Mahoma. Pero esta
cronología no está ordenada a lo largo de un tiempo divisible en
momentos iguales, exacta
mente mensurable, lo que llamamos un tiempo objetivo o científico. Lo que le importaba señalar en el tiempo era muy distinto
de lo que nos importa a nosotros. Admitida esta diferencia, esencial sin
lugar a dudas, me parece que el hombre de la Edad Media, lejos de ser
indiferente al tiempo, se mostraba singularmente sensible a él.
Pero rara vez falta una referencia temporal.
La verdad es que ni el tiempo ni la cronología están unificados. La
realidad temporal para el espíritu medieval es una multiplicidad de
tiempos.
Igualmente, el tiempo de la creación exige una cronología
cuidada. —¿Por qué no más tiempo?
—Porque desde el momento en que la mujer fue creada traicionó
enseguida; a la hora de tercia, el hombre, que acababa de ser creado,
impuso nombres a los animales; a la hora de sexta, la mujer, apenas
formada, comió inmediatamente del fruto prohibido y ofreció la muerte
al hombre que, por amor a ella, también comió; muy pronto, a la hora de
nona, el Señor los expulsó del paraíso.
Efectivamente, la cronología medieval propiamente dicha, los
medios para medir el tiempo, para saber la fecha o la hora, el instrumental
cronológico son rudimentarios. En este aspecto, la continuidad con el
mundo grecolatino es absoluta. Pero también, sistemas variables de contabilizar
y de medir el tiempo.
En la vida cotidiana, los hombres de la Edad Media se sirven de
referencias cronológicas tomadas de diferentes universos
sociotemporales que les vienen impuestas por diversas estructuras
económicas y sociales. Las medidas —en el tiempo y en el espacio—
son un instrumento de dominación social de una importancia
extraordinaria. Quien las domina refuerza enormemente un poder sobre la
sociedad. Y esta multiplicidad de los tiempos medievales se refleja en las
luchas sociales de la época. Lo mismo que en los campos y en las ciudades
se disputa sobre las medidas de capacidad —que determinan raciones y
niveles de vida—, para ponerse de acuerdo o contra las medidas del señor
o de la ciudad, la medida del tiempo será el objeto de luchas que la arrancarán
en mayor o menor medida a las clases dominantes: clero y
aristocracia. La medida del tiempo, lo mismo que la escritura, continúa
siendo durante una gran parte de la Edad Media el patrimonio de los
poderosos, un elemento de su poder. Pero el tiempo medieval es sobre todo un tiempo agrícola. En ese
mundo donde la tierra es lo esencial, donde vive —rica o pobremente—
casi toda la sociedad, la principal referencia cronológica es una referencia
rural.
Ese tiempo rural es, en principio, el de la larga duración. El
tiempo agrícola, el tiempo campesino es un tiempo de espera y de
paciencia, de permanencia, de vuelta a empezar, de lentitud, si no ya de
inmovilismo, al menos de
resistencia al cambio. Ese tiempo, sin referencia a los acontecimientos, no
tiene necesidad de fechas o, mejor dicho, sus fechas oscilan dulcemente al
ritmo de la naturaleza.
El tiempo rural es un tiempo natural. Las grandes divisiones son el
día, la noche y las estaciones. La noche es la gran circunstancia agravante de la justicia en
la Edad Media.
La noche es, sobre todo, el tiempo de los peligros sobrenaturales.
Tiempo de tentación, de fantasmas, del diablo.
La vigilia y la oración nocturna son ejercicios eminentes. San
Bernardo recuerda la palabra del salmista: «Me he levantado en medio de
la noche para glorificarte, Señor».
Como tiempo de lucha y de victoria, cada noche recuerda la
noche simbólica de Navidad. El bosque y la noche combinados son el lugar de la angustia
medieval. El Occidente medieval, a decir
verdad, sólo conoce dos estaciones: invierno y verano.
El «sentimiento de mayo» está tan arraigado en la sensibilidad
medieval que el Minnesang se inventa un verbo para definirlo: «es
maíet», «hace mayo», verbo de la liberación y de la alegría.
Se trata de la cabalgata del señor, del joven señor por
lo general, joven como la renovación misma: es la caza feudal. Esto es debido a que junto al tiempo rural, o más bien con él, hay
otros tiempos sociales que se imponen: el tiempo señorial y el tiempo
clerical.
El tiempo señorial es, en principio, un tiempo militar. Es el tiempo de la hueste. Es también el tiempo de
Pentecostés, de las grandes reuniones caballerescas, de las armaduras,
cristianizadas mediante la presencia del Espíritu Santo.
Pero es también el tiempo de los pagos campesinos. Los mojones
del año son las grandes fiestas. Entre ellas hay algunas que catalizan la
sensibilidad temporal de la masa campesina: los vencimientos feudales,
cuando hay que pagar las rentas o los censos, sea en especie, sea en dinero.
Esas fechas varían según las regiones y según los dominios, pero hay una
época que destaca en esta cronología de vencimientos: el final del verano,
en la que se lleva a cabo lo esencial del descuento señorial sobre las
cosechas. La gran fecha «término» es san Miguel (29 de septiembre), a
veces sustituido por el día de san Martín (11 de noviembre).
El tiempo medieval es, sobre todo, un tiempo religioso y clerical.
Tiempo clerical porque el clero, por su cultura, es el dueño de la
medida del tiempo. El cómputo eclesiástico y sobre todo el cálculo de la fecha de Pascua —
sobre el que se debatió durante mucho tiempo en la alta Edad Media
entre un método irlandés y otro romano— son el origen de los primeros
progresos en la medida del tiempo. El tiempo medieval se halla regido por las
campanas. Los repiques hechos por los clérigos y por los monjes para los
oficios son los únicos puntos de referencia de la jornada. Tiempo agrícola, tiempo señorial, tiempo clerical: lo que
caracteriza en definitiva todos estos tiempos es su estrecha dependencia
del tiempo natural.
El tiempo militar está
estrechamente unido al tiempo natural. La
formación del ejército aristocrático medieval, basado en la caballería,
acentúa esta dependencia. El tiempo clerical está igualmente sometido a este ritmo. Este período que abarca desde el siglo VIII al
IX, que es el mismo en que Carlomagno da a los meses nuevos nombres
que evocan en general los trabajos rurales, parece ser el momento decisivo
en que se remata, como hemos visto, la ruralización del Occidente
medieval.
El carácter fundamental de esta dependencia del tiempo natural de
las estructuras temporales de la mentalidad medieval —mentalidad de
una sociedad rural primitiva— en ninguna otra parte se manifiesta más
claramente que en los cronistas. Esas
anotaciones tan valiosas para el historiador de la economía y de la
sociedad se derivan directamente de la concepción medieval del tiempo
como duración natural.
Esta dependencia del tiempo medieval con respecto al tiempo
natural se halla incluso en el mundo del artesanado o del comercio, más
desligado en apariencia de esta servidumbre. No cabe duda de que el tiempo medieval cambia —todavía
lentamente— a lo largo del siglo XIV. El tiempo se hace laico, tiempo de los relojes de las torres o
atalayas, que se consolida frente al tiempo clerical de las campanas de las
iglesias.
No obstante, el impulso es lo suficientemente fuerte como para
que incluso Dante —laudator temporis acti— se aperciba de que está a
punto de expirar una forma de medir el tiempo, y con ella toda una
sociedad, la de nuestra Edad Media.

Pero antes de esa gran sacudida, lo que importa a los hombres de
la Edad Media no es lo que cambia, sino lo que perdura. Como alguien
ha dicho, «para el cristiano de la Edad Media, sentirse existir significaba
sentirse ser, y sentirse ser suponía sentirse no cambiar..., Era, sobre todo, como sentirse dirigido hacia la eternidad. Para
él, el tiempo esencial era el tiempo de la salvación.
Entre el cielo y la tierra tan íntimamente unidos, incluso tan
inextricablemente mezclados, hay sin embargo una extraordinaria
tensión en el Occidente medieval. El primer movimiento es el de la huida del mundo: fuga mundi.
El
gran ejemplo es el del Oriente, de Egipto. Las Vitae Patrum, las vidas de
los Padres del desierto, gozan a través de toda la Edad Media occidental
de un éxito extraordinario. El desprecio del mundo, el contemptus
mundi, es uno de los grandes temas de la mentalidad medieval. El Occidente medieval conoce esas dos
corrientes, pero sólo la primera consigue una verdadera popularidad. Cuando el
mundo occidental se libera del estancamiento de la alta Edad Media y se
orienta hacia un progreso lleno de éxitos demográficos, económicos y
sociales —desde finales del siglo X hasta finales del XII—, se produce
como contrapartida, para equilibrar si no ya para protestar contra ese éxito
mundano, una amplificación de la gran corriente eremítica, procedente
sin duda de Italia en contacto, a través de Bizancio, de la gran tradición
eremítica y cenobítica oriental, con un san Nilo de Grottaferrata, un san
Romualdo fundador, a comienzos del siglo XI, de los camaldulenses,
cerca de Florencia y un san Juan Gualberto y su comunidad de
Vallombrosa.
Los grandes comerciantes siguen este
ejemplo. El rey y yo fuimos
hasta el fondo del jardín y vimos bajo la primera bóveda un oratorio
blanqueado con cal y una cruz de tierra roja.
Por último, para quienes no son capaces de esta penitencia final,
la Iglesia prevé otros medios de asegurar su salvación. Este rasgo
de esa mentalidad que se opone a la acumulación de fortunas contribuye a alejar al hombre de la Edad Media de las condiciones
materiales y psicológicas del capitalismo.
A pesar de todo, esta huida desesperada del mundo no fue la
única aspiración del hombre de la Edad Media hacia la dicha de la
salvación, de la vida eterna. Se forma y se enriquece lentamente sobre un fondo apocalíptico.
Esta visión va acompañada de todo el resplandor de esas
claridades cuya inmensa seducción sobre el hombre de la Edad Media ya
hemos analizado.
Sin embargo, en este proceso que desemboca en la victoria de
Dios y en la salvación del hombre, las tribulaciones que se desencadenan
en la tierra durante la fase preliminar acaparan muy pronto la atención del
hombre de la Edad Media. El Occidente medieval, en
esa espera de la salvación, es el mundo del miedo ineludible. San Ireneo a finales del
siglo II, Hipólito de Roma a comienzos del siglo III y finalmente
Lactancio a comienzos del siglo IV, le dieron figura e historia. Es el Anticristo, antítesis de
Cristo, a quien se opondrá otro personaje que intentará reunir bajo su
dominio al género humano para conducirlo a la salvación —será el
Emperador del Fin del Mundo— finalmente fulminado por Cristo en su
segunda venida a la tierra.
El Anticristo se convierte en adelante en el héroe privilegiado de
teólogos y místicos. Se dice que las masas iban a escuchar, como a un
ángel del Señor, a este hombre de elocuencia extraordinaria. Lo mismo ocurre con los «pastorcillos»
(cruzada de los pastorcillos) en Francia, en 1251, el jefe de cuyo
movimiento era un monje apóstata apodado Maestro de Hungría. Surgen falsos emperadores. Ya en las primeras páginas de la Leyenda áurea, Santiago de
Vorágine enumera los signos que anunciarán la venida del Anticristo y de
la aproximación del fin del mundo:
«Las circunstancias que precederán al Juicio final son de tres
clases: signos terribles, la impostura del Anticristo y un incendio
inmenso.
»Los signos que precederán al Juicio final son cinco, puesto que
san Lucas dice: "Habrá signos en el sol, en la luna y en las estrellas; en la
tierra las naciones estarán consternadas, y el mar hará un ruido terrible por
la agitación
de sus olas". De este modo el tiempo
medieval se convierte en un tiempo de temor y de esperanza.
Para Joaquín y sus discípulos, en efecto, la Iglesia
está podrida y quedará condenada con el mundo donde existe. Uno de ellos, Pedro-Juan Olive, escribe a
finales del siglo XIII un comentario sobre el Apocalipsis. Así es como el milenarismo, forma cristiana de la creencia antigua
en una vuelta a la Edad de oro, no es sino la forma medieval de la creencia
en la llegada de una sociedad sin clases donde, extinguido cualquier
rastro de Estado, ya no volverá a haber ni reyes, ni príncipes, ni señores.
Hacer descender el cielo sobre la tierra, atraer aquí abajo la
Jerusalén celeste, ése fue el sueño de muchos en el Occidente medieval. La Edad de oro de los hombres de
la Edad Media no es más que un retorno a los orígenes, si no a los del
Paraíso terrenal, al menos a los de una «Iglesia primitiva», idealizada. - 167 -
Capítulo 2
La vida material
(siglos X-Xlll)
El Occidente medieval es un mundo mediocremente
equipado. Pero tampoco se puede decir de él que sea un
mundo subdesarrollado. No cabe la menor duda de que las principales
responsables de esta pobreza, de este estancamiento técnico
son las estructuras sociales y las mentalidades.
La Iglesia, como hemos visto, hace progresar la técnica
de la medición del tiempo para afrontar las necesidades del
cómputo eclesiástico y la construcción de las iglesias —los
primeros grandes edificios de la Edad Media—
impulsa el progreso técnico, no sólo en cuanto a las
técnicas de la construcción, sino también en cuanto al
instrumental, a los transportes y a las artes menores, como la
de las vidrieras.
Apenas hay un solo sector de la vida medieval donde otro
rasgo de la mentalidad, el horror a las «novedades», haya
actuado con mayor fuerza antiprogresista que en el sector
técnico. Innovar era en él, más aún que en los demás, una
monstruosidad, un pecado. El maquinismo apenas logró ningún progreso cualitativo
durante la Edad Media. En
particular, el Occidente medieval apenas innovó algo en los
sistemas de transmisión y de transformación de los
movimientos. Una sexta, la manivela, parece ser una
invención medieval. Aparece durante la alta Edad Media
formando parte de mecanismos simples, como la muela
giratoria descrita en el salterio de Utrecht a mediados del
siglo IX, pero no parece haberse extendido hasta finales de
la Edad Media. Los hombres de la Edad Media no se interesan por lo que se
mueve, sino por lo que permanece estable. Ahí es donde se halla —
con el sistema moderno de uncir las yuntas de labranza— el
gran progreso técnico de la Edad Media.
La Edad Media es el mundo de la madera. En ese
momento la madera es el material universal. Si muy pronto se hace difícil encontrar troncos de gran
diámetro, la madera sigue siendo, no obstante, el producto
más común del Occidente medieval. «Encienden un gran fuego, pues los leños no faltan.» El
bosque proporciona incluso al Occidente medieval uno de
sus principales productos de exportación, buscado por el
mundo musulmán, en el que, por el contrario, como ya se
sabe, el árbol (salvo en los bosques del Líbano y del Magreb) es raro. Otro producto de exportación hacia Oriente, a partir de
la época carolingia, fue el hierro o, mejor, las espadas (las
espadas francas abundan en las fuentes musulmanas de la
alta Edad Media). El hierro, al contrario que la
madera, era raro en el Occidente medieval.
Nada prueba mejor el alto valor alcanzado por el hierro
durante la Edad Media que la atención que le presta san
Benito, señor tanto de la vida material como de la vida
espiritual medievales. Por lo demás, la mayor
parte de la débil producción de hierro estaba destinada al
armamento, al uso militar. Hay que tener en cuenta todavía que
una gran parte de las herramientas de hierro, o con
elementos de hierro, servían para el trabajo de la madera:
hachas, doladeras, podaderas, taladros... El rey buscó de nuevo a
Wieland, contempló la espada y dijo que era la más
cortante y la mejor que había visto jamás.
¿Habría que hallar ese sentido medieval del material en
la evolución del personaje de san José en quien la alta Edad
Media quería ver un faber ferrarius, un herrero, que se
convirtió después en la encarnación de la condición humana
en una Edad Media de madera, en un carpintero? Quizá
haya que pensar también aquí en una posible influencia de
una mentalidad ligada a un simbolismo religioso sobre la
evolución de las técnicas. La madera y la piedra, he aquí la pareja básica de
materiales empleada en la técnica medieval. Sin embargo, la piedra constituye por
largo tiempo aún un lujo comparada con la madera. A partir
del siglo XI, el gran crecimiento de la construcción, fenómeno
esencial del gran desarrollo económico medieval,
consiste con frecuencia en reemplazar una construcción de
madera por una de piedra: eso es cierto sobre todo de las
iglesias, puentes y casas. Las crónicas urbanas mencionan cuidadosamente esta
manifestación del progreso urbano y de la clase social que
domina las ciudades. Encontrar una iglesia de madera y
dejarla de piedra es el progreso, el honor, el éxito de la
Edad Media. Sabido es que uno de los grandes progresos
técnicos de la Edad Media consiste en volver a descubrir la
bóveda de piedra e inventar nuevos sistemas de bóveda.
La Edad Media es para nosotros una gloriosa colección
de piedras: catedrales y castillos. Pero esas piedras no son
más que una pequeña parte de lo que fue. La tierra y la economía agraria son, efectivamente, la
base y la parte esencial de la vida material en la Edad
Media y de todo lo que ella condiciona: riqueza, poder
social y político. Ahora bien, la tierra medieval es avara
porque los hombres no son capaces de sacarle mayor
partido.
La tierra está mal trabajada. Las labores son poco profundas.
De vez en cuando era necesario
profundizar algo más con la azada. Sólo hay abonos naturales, muy insuficientes. Por otra parte, los animales que viven bien en el
bosque y de los productos del mismo bosque son los que se
crían con mayor interés: cerdos y cabras, cuyo estiércol se
pierde casi en su totalidad. El contraste es manifiesto en el Occidente
medieval entre las pequeñas parcelas dedicadas a la horticultura,
las cuales acaparan la parte esencial del
refinamiento rural, y las grandes superficies, libradas a las
técnicas rudimentarias.
El resultado de esta insuficiencia de instrumental y de
esta escasez de abonos era, ante todo, que el cultivo, en vez
de ser intensivo, era en gran medida extensivo.
La consecuencia es que la tierra, mal trabajada y poco
abonada, se agota pronto. Añadamos que otros factores, que examinaremos más adelante, contribuyen aún a disminuir la escasa
productividad de la tierra medieval. En un mundo donde los transportes son
caros y aleatorios y la economía monetaria, condición
indispensable de los intercambios, poco desarrollada, producir
todo aquello que se necesita resulta un buen cálculo
económico. La realidad parece haber sido menos brillante. En las buenas
tierras del obispado de Winchester, las tasas son de 3,8 para
el trigo y la cebada y 2,4 para la avena. No hay que olvidar que, al lado del caballo y del buey, el Occidente medieval concede al asno, incluso fuera de la zona mediterránea, una participación nada desdeñable en los
trabajos rurales. No hay por qué extrañarse de que el capital humano fuera
precioso para los señores medievales hasta el punto de que
algunos, en Inglaterra por ejemplo, imponen una tasa
especial a los jóvenes campesinos solteros. La Iglesia, a
pesar de su tradicional exaltación de la virginidad, se encarga
de recalcar cada vez con mayor fuerza la frase
bíblica de «creced y multiplicaos», eslogan que responde
ante todo a las estructuras técnicas del mundo medieval.
El número de «grandes» navios es muy limitado. Los altos hornos de finales de la Edad Media no alcanzan a revolucionar inmediatamente la
Metalurgia.
Por lo demás, el tratado de Teófilo, De diversis artibus,
«el primer tratado técnico de la Edad Media», pone bien de
manifiesto los límites de la técnica medieval.
Ante todo es esencialmente una técnica al servicio de
Dios. Los técnicos y los
inventores de la Edad Media son, en efecto, artesanos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, durante largo
tiempo, el principal trabajo del mercader consiste en
desplazarse, lo cual no requiere una calificación especial.
Las técnicas comerciales y financieras de la Edad
Media figuran entre las más rudi-
190 -
194 LA CIVILIZACIÓN MEDIEVAL
mentarías. Sin duda su dominio es el único que presenta en
la Edad Media un innegable aspecto industrial. A decir
verdad, el arte de construir no pasó a ser una ciencia ni el
arquitecto a ser considerado un sabio en toda la cristiandad
hasta la época del gótico. El derrumbamiento de edificios, y
sobre todo de iglesias, era frecuente
»Helo aquí ya en el edificio vecino.
La economía del Occidente medieval tiene por objeto la
subsistencia de los hombres. La economía medieval es pues
esencialmente agraria, basada en la tierra que proporciona
lo necesario. Esta exigencia es hasta tal punto la base de la
economía medieval que, cuando se asienta en la alta Edad
Media, se esfuerza por establecer cada familia campesina —
unidad socioeconómica— en una porción-tipo de tierra,
aquella que permite la vida de una familia: el manse, térra
unius familiae, como dice Beda el Venerable.
Ese trabajo no tiene por objeto el progreso económico,
ni individual ni colectivo.
El fin económico del Occidente medieval consiste en
satisfacer la necessitas. «David rey,
siendo rey por la gracia de Dios, que de pastor de ganados le
había convertido en señor, sintió un día la preocupación de
saber, a fin de cuentas, cuál era el número de sus subditos.
¿Qué hizo Dios? Lo castigó por su pecado. Por haberse enorgullecido
de poseer un gran número... La Edad Media, lo mismo que la Antigüedad, se sirvió durante largo tiempo del préstamo de consumo como
principal, si no como única forma de préstamo, mientras
que el préstamo de producción era casi desconocido. La
actitud de Cristo ante Mateo, recaudador de impuestos o
banquero y, en cualquier caso, hombre de dinero,
corroboraba este aspecto indulgente del cristianismo hacia
las finanzas. Pero la Edad Media ignoró esto o guardo silencio
al respecto. Por el contrario, la cristiandad medieval,
tras haber condenado el préstamo de consumo entre
cristianos —otra prueba de su carácter de grupo cerrado—
y haber pasado a los judíos el papel de usureros, lo que no
impidió a las grandes abadías de la alta Edad Media
desempeñar en cierto modo el papel de «entidades de
crédito», se opuso también durante largo tiempo al
préstamo de producción y, más en general, condenó como
usura cualquier forma de crédito —estímulo, si no
condición indispensable del crecimiento económico—. La masa campesina estaba
reducida al mínimo vital a causa de las deducciones
efectuadas sobre el producto de su trabajo por los señores,
bajo la forma de la renta feudal, y por la Iglesia bajo la
forma de diezmos y de limosnas. Cuando alguna vez
se producía una acumulación, eso era atesoramiento.
Los documentos son
escasos e insuficientes, los niveles de fortuna varían
considerablemente, los métodos de apreciación numérica de
los diferentes elementos de ese presupuesto son difíciles de
determinar. Es cierto que esos alodieros,
poseedores de una pequeña tierra —los alodios son
generalmente de pequeña extensión—, han sido en la Edad
Media más numerosos de lo que se ha dicho con frecuencia.
* * *
El resultado de este mal equipamiento técnico unido a
una estructura social que paraliza el crecimiento económico
es que el Occidente medieval es un mundo que vive «al
límite», constantemente amenazado por el peligro de no
poder atender a su subsistencia, un mundo en equilibrio
inestable.
El Occidente medieval es ante todo el universo del
hambre. El miedo del hambre y, con demasiada frecuencia el
hambre misma, le atenazan. «Era a finales de verano, cuando se acerca la
estación invernal. Muchas dinastías medievales tienen
por antepasado legendario un rey campesino, proveedor de
alimentos, en el que se resucita el mito de los reyes y héroes
nutricios de la Antigüedad, Triptolemo o Cincinnato. Es cierto que las
hambrunas existían en el mundo antiguo, en el mundo
romano, por ejemplo. De todo eso apenas queda nada en el Occidente
medieval. Los Anales de Basilea reseñan
en 1271: «Las ratas devastan los trigos; gran escasez». Enterados de esto, Lamberto de Straet, caballero, hermano del preboste de San Donaciano, y su hijo Boscardo, compraron a bajo precio todos esos cereales
meridionales y, además, todos los diezmos de las colegiales
y monasterios de San Winnoc, de San Bertín, de San Pedro
el Grande y de San Bavón.
No cabe duda de que el hambre es patrimonio del hombre.
¡Ay! ¡Qué pena!
Cosa raramente oída a lo largo de las edades, un hambre
rabiosa hizo que los hombres devoraran carne humana. Si algunos oían decir que era preferible trasladarse
a otros lugares, muchos de ellos perecían de inanición
por el camino».
1233: «Hubo grandes heladas y las cosechas se
destruyeron; la consecuencia fue una enorme hambre en
Francia». 1277: «Hubo en Austria, en Iliria y
en Carintia un hambre tal que los hombres comieron gatos,
perros, caballos y cadáveres». Así cesó en Genova ese gran
encarecimiento».
Mundo al
borde del hambre, mundo subalimentado y mal alimentado.
En 1235, según Vicente de Beauvais, «una gran hambre
reinó en Francia, sobre todo en Aquitania, hasta el punto de
que los hombres comieron las hierbas del campo como los
animales. Y hubo una gran epidemia. Ermitaños
del Delfinado pretendieron, en el año 1070, haber recibido
de Constantinopla las reliquias del santo anacoreta. Las reliquias de san Antonio
adquirieron pronto la reputación de curarlo y el fuego sagrado
quedó bautizado como «fuego de san Antonio». Los pobres campesinos de la primera
cruzada de 1096 procedían en su mayor parte de las regiones
más afectadas por esa calamidad: Alemania, los países renanos,
la Francia del este.
La esperanza de vida que se cifra entre los 70 y los 75 años en las
sociedades industriales contemporáneas, apenas debía
sobrepasarlos 30 años en el Occidente medieval. Guillermo de
Saint-Pathus, al nombrar los testigos del proceso de
canonización de san
Luis, llama a un hombre de 40 años hombre d'avisé age, de
edad prudente, y a un hombre de 50 años hombre de grand
age, de edad avanzada.
Las escrófulas, úlceras con frecuencia de origen tuberculoso,
son tan representativas de las enfermedades medievales que la
tradición hace que los reyes de Francia y de Inglaterra estén
dotados del poder de curarlas.
Las enfermedades de carencia y las malformaciones no son
menos numerosas. Y en la mismísima fuente de la vida, las innumerables
enfermedades de niños que tantos santos patronos se
esfuerzan por aliviar: mundo del sufrimiento y de la
angustia infantiles; del dolor de muelas que calma san
Agapito; de las convulsiones, curadas por san Cornelio, san
Gil y muchos otros; del raquitismo, que remedian san
Albino, san Fiacro, san Fermín, san Macou; de los cólicos,
que san Agapito cura también en compañía de san Ciro o de
san Germán de Auxerre.
La Edad Media fue el
ámbito por excelencia de los grandes miedos y de las
grandes penitencias colectivas, públicas y físicas. El diablo, los ángeles, los
santos, la Virgen, Dios mismo pueden aparecerse. El Occidente medieval vive bajo la constante amenaza de
traspasar ese límite. Pero esta explotación devoradora de espacio era a la vez destructora de riqueza. El hombre era incapaz de
reconstituir esas riquezas que destruía o, al menos, de
esperar hasta que se reconstituyesen naturalmente.
Las roturaciones, sobre todo la roza devoradora de
«tierra en reserva», agotaban el terreno y malgastaban esa
riqueza en apariencia ilimitada del mundo medieval: el
bosque.
Esta medida tuvo como consecuencia
la invasión de los bosques por una multitud de «gentes
pobres e indigentes», homines pauperes et nihil habentes,
armados de sierras de mano que hacen «estragos cien veces
mayores».
El hombre no es el único culpable en este asunto. Desde finales del siglo XIII, especialmente en
Inglaterra, las tierras incapaces de reconstituirse, cuyos
débiles rendimientos vienen a ser inferiores al mínimo
económico, quedan abandonadas... La humanidad
medieval, ciertamente, no retrocede a su base de partida,
pero no puede ensanchar como quisiera sus tierras de
cultivo a expensas del bosque. Agotamiento de la tierra: ése es el principal peligro para
la economía medieval, esencialmente rural.
También aquí las dificultades
son principalmente de tipo técnico. La cristiandad sufre
«hambre monetaria». Ultimo límite: el agotamiento de los hombres. La
economía occidental no padece durante mucho tiempo la
falta de mano de obra. Muchos señores
inician entonces una reconversión de sus tierras hacia la
cría de ganado, que necesita una mano de obra más
reducida. Por doquier se oyen
quejas ante la escasez de hombres, escasez que lleva
consigo el abandono de nuevas tierras de cultivo. El
campesino, subalimentado, diezmado por las epidemias,
fallaba también, a fin de cuentas, en la economía medieval.
La inseguridad material explica en gran parte la
inseguridad mental en la que vivieron los hombres de la
Edad Media. El milagro ocupa
el lugar de la seguridad social.
No cabe duda de que la vida material conoció en la Edad
Media ciertos progresos. Por lo que respecta a los precios, los índices son más serios. Por economía de cambio hay que
entender en el Occidente medieval una economía donde
todos los intercambios quedaban reducidos a lo mínimo
indispensable. El señor y el
campesino pueden satisfacer sus necesidades económicas
dentro del propio dominio y, en el caso del campesino,
sobre todo en el marco doméstico: el huerto familiar junto a
la casa y la parte que le corresponde de la cosecha de su
feudo o arrendamiento, una vez hecha la entrega
correspondiente al señor y el diezmo de la Iglesia, le
proporcionan la alimentación, el vestido lo hacen las
mujeres en casa y el instrumental básico —muela de mano,
torno también de mano y telar— son familiares.
La moneda no era
más que una referencia, «servía de medida del valor», era
una «apreciadura», una evaluación, como dice un pasaje del
Cantar de mío Cid referente a ciertos pagos en mercancías.
No hay mayor razón para tomar como «dinero
contante» las menciones de moneda en los textos
medievales que para considerar las expresiones paganas
conservadas en la literatura cristiana medieval como
ajustadas a una realidad. En fin, está claro que la moneda no llegó a desaparecer
jamás por completo en el Occidente medieval. Carlomagno habría vendido una parte de sus
manuscritos de más valor para socorrer a los pobres. Por lo demás, en cada fase de la historia monetaria medieval
hay fenómenos que se han interpretado con frecuencia como
signos de renacimiento y que, más bien, dan testimonio de los
límites de la economía monetaria.
En la alta Edad Media se multiplican los talleres
monetarios. Pero, como muy bien ha dicho Marc Bloch,
«la gran razón de la atomización monetaria es que la moneda
circula poco».
Porque ese progreso es real.
Las actitudes frente a la moneda o, más generalmente,
frente al dinero nos informan también, aunque de manera
indirecta, sobre esta evolución económica. En una palabra, el dinero ha
pasado a ser un símbolo de poder político y social más que
de poder económico. Los soberanos acuñan monedas de oro
que no tienen valor económico, pero que son
manifestaciones de prestigio. Roberto López ha
definido a los acuñadores como una aristocracia de la alta
Edad Media. San Bernardo clama
contra el dinero maldito. Gregorio VII había declarado: «El Señor no ha dicho: mi
nombre es Costumbre». Hay una evolución que se vislumbra en la moral. Frente a esta crisis del mundo señorial, el mundo
campesino se divide. En esas sociedades
campesinas explotadas por los señores o por los más ricos,
donde la tierra es cicatera y las bocas demasiado numerosas,
el endeudamiento es el gran azote. Quienes parecen aprovecharse al máximo de este
desarrollo de la economía monetaria son los comerciantes.
Es cierto que el progreso urbano, del que ellos son los
principales beneficiarios, va unido al progreso de la
economía monetaria y que la «subida de la burguesía»
representa la aparición de una clase social cuyo poder
económico se apoya más en el dinero que en la tierra.
Pero el porcentaje de productos comercializados
de esta forma por su mediación y en beneficio suyo,
aunque en aumento, era aún pequeño.
Su labor era complementaria.
A decir verdad, los comerciantes, más bien que
complementarios son marginales. Lo
hemos visto en lo que se refiere a las clases rurales: señores
y campesinos.

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